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“Ven, dame la mano.”, le dijo ella. Él, preso del pánico, abrió su mano lentamente y se dejó agarrar. Tiritaba y apenas podía hablar. Temía cualquier cambio. Nunca antes había sentido el magnetismo propio de esa libertad que se esconde tras el miedo, la libertad veraz y voraz que devora el alma. Temía sentir la magia que sale de la primera y aparentemente accidental caricia. Temía tanto, que estaba ciego… 

“Relájate, te voy a leer la mano”, continúo ella. Pero de repente, él cogió fuerzas y aún con la voz temblorosa le dijo. “Tranquila, no hace falta que adivines como será mi futuro. Ahora lo sé. Me has abierto los ojos, me has quitado la venda. Ya no estoy ciego, por eso mi corazón siente. Estaba atrapado en mi laberinto sin avanzar por miedo a lo desconocido. Estaba triste y desanimado. Ya no. Vente, vente conmigo. Perdámonos juntos por este laberinto al que llaman vida…”.

luis©a




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