Imagen
Esta historia tiene su origen en un barril de Rugby del Loyola que se hizo en Granada 10. Tras beber como cabrones y hacer nuestras animaladas pertinentes, terminó el barril y el club ya nombrado hizo justo después una “Fiesta de tuercas y tornillos” que consistía en que cada varón recibía un tornillo y cada hembra una tuerca al entrar, de forma que si coincidían se les regalaba a cada uno un chupito de Vodka negro.

Viendo el cielo abierto, nos quedamos un equipo para seguir bebiendo buscando por doquier hembras con tuercas que encajasen en nuestros tornillos (en el buen sentido), para cogernos la papa más grande jamás conocida.

Tal fue nuestra fortuna que, buscando y buscando, de repente vislumbré a una fémina que estaba sola en la barra con una copa de balón que, al lejos, no estaba para nada mal, pero que de cerca se podía observar que era una nariz con una mujer, de cuerpo medio qué, pegada. La verdad es que, entre la testosterona acumulada por el rugby, las cervezas, los chupitos y demás bebidas espirituosas que ingerí, y viendo que la cosa iba a ser muchísimo más fácil de lo que me esperaba, tuve más o menos esta conversación con la chavala (que de chavala tenía poco: 30 años, una mujer):

[Tras una nube de recuerdos borrosos]


-Oye, y tú... vives sola?

-No, pero mis padres tienen un piso para alquilar que está ahora mismo vacío.

-Pues... nos vamos, o qué?

-Espera que avise a mi amigo.


Por supuesto, ella pagaba el taxi, e imaginaos mi sorpresa cuando vi que el piso estaba en el Palacio de Congresos (la otra punta de Granada), a lo que pensé: “ Mierda! Si algo sale mal me tengo que pegar el pateo de la vida”, ya que, por aquél entonces, no tenía el número de los taxis de Granada ni forma de conseguirlo a esas horas sin parecer un desgraciado.

Tras una noche de lujuria alcohólica, me dijo la susodicha: “Espera un momento, que voy al baño”, y escuché la pota más asquerosa y más larga que he escuchado jamás. Claro, entre que la chavala no era nada del otro mundo, que los efectos del alcohol menguaron, y, viendo que, como se dice popularmente, “estaba todo el pescado vendido”, procedí a vestirme para comprar “gomitas” y darme un paseo, o al menos, a eso iba inicialmente.

Cuál fue mi sorpresa, que justamente al salir del edificio en cuestión, encontré un taxi con la lucecita verde... A lo que reflexioné: “Esto tiene que ser una señal del cielo”. Me monté y le dije al taxista: “Al Loyola, por favor.” En ese momento miré al cielo, lancé un beso al infinito y me monté con una sensación de “Dios mío, de la que me he librado!”


Gitano.




Leave a Reply.